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Ay amor, ya no me quieras tanto
caminaba directo hacia Viviana. Sin darle tiempo de
nada, María Elena agarró la copa de vino servida, se
la vació encima y luego la estrelló contra el piso. Vi-
viana sólo alcanzó a abrir los brazos y a lanzar un gri-
tito, indignada. La copa de Antonio, la estrelló directo
contra el suelo. Estaba histérica.
Fue justo a la misma hora en que la guerrilla había
planeado llevarse a Antonio, uno de los políticos más
promisorios del país, y por quien, para ahorrarse los
tortuosos trámites de una liberación negociada con el
gobierno a cambio de prisioneros de guerra, se limitaría
a pedir un rescate económico a su acaudalada familia.
Para evitar delaciones a destiempo, el coman-
do rebelde que esa noche iba por Antonio decidió
llevarse, en medio de la borrascosa escena de celos,
también a las dos mujeres, peces más pequeños que
cabían sin problema en la misma red.
A punta de fusil y medio amordazados, los hi-
cieron caminar durante hora y media por trochas que
las lluvias de temporada habían convertido en lodaza-
les, hasta que llegaron a una casucha de tablones de
madera y techo de lámina de zinc, semioculta en la
frondosa manigua de la región, donde los recluyeron
bajo candado.
Al principio, por el susto y aunque ya les ha-
bían quitado las mordazas, ninguno de los tres cauti-
vos pronunció palabra. Antonio y Viviana, antes que
cómplices, se miraban incómodos por la inesperada
presencia de María Elena, quien los observaba a am-
bos con rencor, pero en silencio.